Marie-Sonie ha vuelto a sonreirle a la vida.


Hace unos años, Marie-Sonie, la mujer que ríe en esta foto, habría muerto. el sida la debilitó hasta la extenuación. desde que tiene acceso a los fármacos, su vida ha mejorado. es una de los ocho millones de enfermos en los países pobres a los que, poco a poco, va llegando el tratamiento.

Cada mañana, a eso de las seis, un sanitario lleva a Marie-Sonie St.-Louis su medicación antiviral. Vuelve por la tarde. Ella está demasiado débil para acercarse al centro de salud. Desde la casa de su madre, en la meseta central de Haití, hay que caminar una hora hasta llegar a la carretera. El embarrado camino está cruzado por un río que hay que vadear. No se atreve a intentarlo ella sola. Pero ahora, por lo menos, puede hacer pequeñas tareas domésticas. En noviembre de 2007, cuando empezó a tomar los fármacos contra el VIH, estaba tan débil que tenía que dormir en el suelo. No tenía fuerzas ni para subirse a la cama. "Saber que era seropositiva me partió el corazón", dice. "Pensé que estaba perdida, que iba a morir".

Como la mayoría de los afectados de los países pobres (y más de un tercio en los ricos), Marie-Sonie, que tiene 33 años, se enteró a la vez de que tenía el VIH y había desarrollado sida, el conjunto de enfermedades que aparecen cuando el sistema inmunitario está tan debilitado que hongos, bacterias y virus hacen de las suyas en el organismo. Supone que se infectó a través de una ex pareja. "Yo no era el tipo de persona con una vida desenfrenada y sin normas, por eso no entiendo cómo pudo ocurrir", afirma. Pero prefiere dejar de lado ese tema y dedicar sus fuerzas a cuidar de su hijo, Ruebentz, de siete años. "Cuando estaba enferma, hablaba muy despacio y muy bajo. Si quería levantarme, alguien tenía que ayudarme. En realidad era como estar en una prisión", dice. "Ahora soy otra. Puedo sentarme aquí y hablar como una persona normal".

Hace menos de ocho años, Marie-Sonie habría muerto en poco tiempo. Entonces, el porcentaje de personas de los países pobres que tenían acceso a la medicación era prácticamente nulo. El desastre era tan evidente que la ONU, bajo el auspicio del anterior secretario general, Kofi Annan, creó una organización para financiar programas que frenaran el avance del sida y otras dos infecciones devastadoras: el Fondo Mundial para el Sida, la Tuberculosis y la Malaria.

El fondo tiene un objetivo: conseguir que el tratamiento llegue a todas las personas que lo necesitan. De momento está a mitad de camino. De los casi 35 millones de personas infectadas por el VIH que hay en el mundo, se calcula que en los países pobres hay ocho millones que ya necesitan medicación. De ellos, la recibe aproximadamente la mitad, y de éstos, unos dos millones tienen acceso al tratamiento gracias al fondo. El porcentaje todavía es insuficiente, no sólo por el imperativo ético de que todo el que lo necesite reciba medicación, sino porque en los países más castigados los efectos de los tratamientos no se notan hasta que no se llega a una cobertura del 60%, indica Rifat Atun, director de estrategia, resultados y evaluación del fondo.

El papel de Atun es clave en una organización que vive de los donativos. Los medicamentos son demasiado caros para los enfermos e incluso para sus Gobiernos. Y Atun es el encargado de evaluar los programas. Porque las necesidades de dinero son siempre crecientes. En Europa, por ejemplo, un tratamiento de primera línea cuesta alrededor de 8.000 euros anuales por persona. En África, la acción de los organismos internacionales y la presión de la sociedad civil sobre las farmacéuticas ha conseguido que se pueda dar por unos 350.

Pero no todo es cuestión de precio. En sanidad, lo que cuenta es el balance coste-eficacia. Y éste, en el caso de los antivirales, es indudablemente beneficioso. Es la diferencia entre vivir o morir.

Litho Nyanda lo tiene claro. "Todos los días me levanto, preparo a los niños para ir al colegio, los lavo, les doy el desayuno y los acompaño a la escuela. Sueño con volver a la dignidad de mis padres, con conseguirles un sitio mejor, con tener un trabajo estable y con ver que mis hermanos también están bien", afirma en Gugulethu, uno de los suburbios que rodean Ciudad del Cabo. A sus 19 años, Litho estuvo a punto de morir. Con tuberculosis y sida, la tuvieron que llevar en silla de ruedas a la clínica Hannan Crusaid. A la mayor de sus hermanas, Numelca, también le han diagnosticado VIH y tiene tuberculosis. Para su hermana pequeña, Lumka, tiene un consejo claro: "Que utilice condones en cuanto empiece a ser sexualmente activa".

Las historias de estas personas, y de otras muchas, han sido recogidas por fotógrafos de la agencia Magnum, y pueden verse, desde el 27 de marzo, en El Matadero de Madrid. Pero no todas tienen un final feliz. Alexei Smirnov murió a los 26 años, en diciembre de 2007. Llevaba seis semanas tomando medicación. Empezó demasiado tarde. Él creía que se había infectado en 1999, cuando se inyectaba heroína, pero no empezó a sentirse mal hasta 2006. "A nadie le interesaba su vida, su salud o su bienestar", dijo su médico.

Como él, más de dos millones de personas mueren cada año de sida, o, mejor dicho, de diarreas, tuberculosis, neumonías, encefalitis, cánceres extraños o simple debilidad, los efectos visibles de la infección. Es el peaje que hay que pagar por no hacerse la prueba a tiempo, por no tomar precauciones o no tener acceso a ellas (cada año se calcula que se infectan más de tres millones de personas), por no poder pagarse los medicamentos.

A miles de kilómetros de Haití, en un edificio de oficinas de las afueras de Ginebra, el director del fondo, Michel Kazatchine, repite como un mantra tres cifras: "Dos millones de personas en tratamiento con antivirales; 4,5 millones que reciben DOTS (una terapia combinada que cura la tuberculosis); 70 millones de mosquiteras repartidas para evitar la transmisión de la malaria". Es el aval de su organización, los números con los que quiere asegurar el flujo de aportaciones (3.000 millones de dólares sólo en 2008) a pesar de la crisis. En este reparto, España ha adquirido un papel importante. Se ha convertido en el cuarto donante. Para este año ha prometido 200 millones de dólares, sólo por detrás de Estados Unidos (500 millones), Francia (379 millones) y Alemania (254 millones). Pero si no hay nuevos anuncios -y la Conferencia de Donantes que empieza mañana en Cáceres es una buena oportunidad para hacerlos-, este año será el primero en que el fondo tendrá menos recursos (2.500 millones) que el anterior. Kazatchine, sin embargo, insiste en quitarle importancia a lo que califica de funding gap (desajuste en la financiación). Un término que las ONG rebaten y cambian por un simple déficit.

Porque las ONG siguen muy de cerca la reunión de Cáceres. Insisten en que el fondo debe cambiar. El sistema actual, que está basado en aportaciones voluntarias, no les gusta. Creen que las cuotas deberían calcularse en función del PIB de cada país. Pero esto no entra dentro de los planes de la ONU.

Kazatchine no esconde su preocupación porque la crisis afecte a la generosidad de los donantes, pero insiste: "Tenemos resultados que ofrecer". "Para cubrir todos los objetivos sanitarios de la ONU para 2015 bastan 60.000 millones de dólares, y el sistema financiero ha recibido ya dos billones de dólares por la crisis. Pedimos una cantidad muy pequeña", afirma.

La vida de Juan Carlos Huaman depende de que se mantenga el flujo de dinero. Este peruano de apenas 20 años ha iniciado una nueva vida. A los 12 años, sus padres le echaron de casa por homosexual. A los 15 se prostituía. A los 20 le detectaron el VIH. Ha empezado tres veces a tomar tratamiento, pero los efectos secundarios le hicieron abandonar. Hasta ahora. Ha dejado de prostituirse y ha abierto una pequeña peluquería. "No quiero ser quien era antes", dice. "Me veo distinto. Todo ha cambiado. Antes solía pensar que iba a morir. Pero ahora ya no. Fue cuando estaba siguiendo el tratamiento cuando me vino la idea de que iba a vivir".

Ésa es la idea que lucha por hacerse un sitio en la cabeza de la rusa Oksana Nikandrova. En 2001, cuando supo que estaba infectada, pensó en suicidarse. Aún ahora, cuando el efecto de la medicación "ya es visible", se muestra cautelosa. A sus 29 años, trabaja como encargada en una pequeña tienda de alimentación, pero no quiere hacer pública su enfermedad: "Nunca se sabe cómo va a reaccionar la gente. No quiero que en el trabajo se sepa que soy seropositiva". Oksana representa el estigma, la complicación más severa y extendida del sida. Ningún país se libra. Y no se puede tratar con pastillas.

Vía Emilio de Benito.